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Pacheco de Melo 1827, P.5º

C.A.B.A. | Argentina

Fobia a las verduras

Si alguien me veia hace veinte años a la hora de comer, su conclusión era esta nena es una caprichosa, o con una mirada apuntando más al consentimiento que al deber, es chiquita todavía, no importa si no come verduras hoy, las va a comer mañana. El problema es que es habitual que los chicos pequeños hagan berrinches a la hora de comer verduras y que los padres y médicos, en vez de ponerse firmes, lo dejen pasar como una etapa por la cual todo nene pasa.
Una vez que se pasan veinte años sin poder comer una verdura, ya los límites se cruzaron, es definitivo que existe un problema más allá del capricho.

Cuando era chica, se trataba de justificar con respuestas llenas de nada. Según mi pediatra no tenía nada, estaba creciendo bien, asi que mi mamá no se tenía que preocupar por nada, ya va a pasar. Más allá de no comer en mi casa o no comer cuando iba a lo de mis abuelas, había que explicar a todo aquel que tuviera la voluntad de invitarme a comer que no tenia que tener nada verde la comida. Que con un churrasquito con puré (de papas, porque la calabaza no la podía ver) estaba bien, que no se preocuparan, que si era mucho problema iba después de comer.


Una vez que fui creciendo y empecé a organizar por mi misma mi vida social extrafamiliar, la que daba excusas era yo. Una de las mas repetidas era sabes, no me gusta eso, preferiría comer esto otro o sino la búsqueda frenética en los meses de los restaurantes comidas sin verdes, sin rojos, sin colores en definitiva. O sea, con un bife de chorizo con papas fritas yo estaba más que bien.

Si, los pronósticos de mi pediatra se cumplieron, llegué al máximo de crecimiento (mido 1,80mts, el doble de lo que medía a los dos años), pero con muchísimos inconvenientes detrás: un sobrepeso excesivo, dolores en las rodillas, en la cintura, en la espalda. Todo producto de una falta de dieta variada. Ya había sobrepasado el capricho. Cada vez que intentaba probar algo que no estuviera dentro de mi menú habitual era una carrera sin obstáculos al baño a vomitar. O sufrir nauseas con solo pensar en probar u oler algún plato de esos que los demás comían con todo el gusto del mundo. Mi limitado mundo de carnes rojas, pollo, papas, arroz, arvejas, esporádicas pastas y zanahorias me estaba haciendo mucho daño.

Comencé a manifestar manchas en el cuerpo, producto de una elevada insulina en sangre, por lo que mis nuevas médicas se pusieron firmes para hacerme entender que necesitaba un cambio en mi vida. Empecé con una terapia que me ayudó a entender la enfermedad de mi padre pero que no me ayudó nada con el tema de la comida. Hasta que salió un artículo en el diario Clarín en el verano de 2005 sobre los comedores selectivos y los centros donde se ofrecía ayuda para estos. Ahí me di cuenta que no estaba sola en el mundo y que había gente preparada para ayudarme.

Me costó acercarme al Fobia Club. Siempre encontraba una excusa para no llamar, hasta que un día, comprando unos libros con mi mamá me decidí, crucé la calle, entré en un locutorio y llamé. En mi mente ya sabía lo que me estaba pasando, yo quería un turno con algún profesional y que empezara el tratamiento. Pero me mandaron a la charla informativa, eso me enojó mucho, porque yo quería que las cosas se resolvieran en ese mismo momento. Una vez que había tomado la iniciativa y tenía que seguir ciertos pasos antes de llegar a la consulta. Me callé la boca y con un coraje que no sabía donde lo tenía guardado, fui a la charla informativa. Por supuesto llegué tarde, me senté en el fondo escuché todo lo que dijeron y me fui, tratando de pasar desapercibida.

El día siguiente lo primero que hice al levantarme fue llamar al Fobia Club para pedir un turno para la consulta de orientación con el Dr. Gustavo Bustamante, que fue en abril de 2005. Hice todos los estudios que me ordenaron, las consultas necesarias y el tratamiento formal empezó el mediodía del 6 de junio. En cuatro sesiones con la Lic. Valeria Marzucco interioricé ciertas herramientas para enfrentar mi fobia a los vegetales, o lachanofobia. En julio ya me estaba enfrentando al enemigo, una ensalada de lechuga. Pero la comí, con algunos pensamientos negativos presentes, pero sin la visita habitual al baño. Así seguimos probando distintas alternativas llenas de colores y sabores nuevos, combinando cosas que jamás hubiese pensado que iban a pasar a mi estómago. En el medio del tratamiento falleció mi papá, lo que me dio mucha inseguridad porque él era un pilar en esta recuperación del tiempo perdido. Por suerte ganó la voluntad al miedo y a la tristeza y seguí adelante, no solo comiendo en el consultorio, sino comiendo en casa y, muy de a poco, comiendo enfrente de distinta gente que no fuera mi mamá.

El martes 13 de diciembre de 2005 fue la exposición crucial, el día V, la visita al restaurante vegetariano. Me sentí muy orgullosa de poder comer algo fuera de la rutina, algo que no fuera preparado cuidadosamente por mi mamá y con la gente que pasaba e inevitablemente miraba.

Tengo que seguir con el tratamiento de medicamentos, bajo la atenta mirada de la Dra. Rivetti y el Dr. Carrión, e ir a sesiones mensuales con la Lic. Valeria, pero la terapia fuerte, casi de shock al decir de mis amigas, ya pasó a la historia. Todo depende de mi, seguir probando comidas nuevas, incorporar nuevos sabores a mi dieta, no dejar que el miedo a lo desconocido se apodere de mi y me paralice, porque eso sería traicionarme a mi misma y a todos aquellos que están a mi lado queriendo que mi vida mejore para siempre.

DIANA MOLINA
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